jueves, mayo 17, 2012

Pintura

Por Claudio Phoenicóperus

CHAMBA MACABRA

Chamba macabra
Manuel Zardain

Hemos comenzado desde hace siglos con el discurso de nuestra secuencia humana hacia la suma total de todos los progresos, allá en el más largo confín del engrandecimiento, subiendo los peldaños de la vanagloria, el yerro, el asesinato, el hambre, la ceguera, la prostitución, que han sido más o menos, desde el inicio de los tiempos, lo mismo… Sí, señor, nos recostamos mirando al cielo, colgando nuestras miradas del más azul y distante cenit donde reposan nuestros sueños, nos sublimamos con la intercambiable consecuencia de ser humano y la firme —a veces tambaleante— convicción del alcance sobrehumano, y mientras nos volatilizamos, como etílico vapor, nuestra carne es ajada por otra carne jadeante, sudorosa, embotada en gemidos que nos practica, o bien, para fines de corrección moral y estética, nos hace el amor.
          En fin, a lo que nos ocupa: El pintor orizabeño, Manuel Zardain, en su obra “Chamba Macabra”, una pintura elaborada en técnica mixta sobre tela, recoge y plasma un retrato espeluznante y jocoso sobre la prostitución, su obra caracterizada por trazos “dibujísticos”, el “cromatismo” vivaz y “deslumbrante” e incluso el sincretismo entre la lóbrega temática y el pasmo multicolor de la pieza, nos muestran un cuadro arrebatador, audaz en su armonía pictórica, luminoso, amable en sus formas y, al mismo tiempo, estridente por su denuncia. Es particularmente gustosa la disociación entre lo muerto y lo vivo pues, por una parte, la función de la “puta” como proyectora del sexo, es un afán y un acto que hablan de lo vivo… de lo muy vivo. Del otro lado, el suministro de “vida” a través del actus nefandus o el actus coitus que cobra la factura en detracción de su proyectora…, las noches sin sueño, la piel derrochada, el corazón expuesto a los rescoldos de pasiones y amores ensayados, la exposición a la radiación de la luz lunar, las navajas del frio nocturno, la exposición constante e insolente a las toxinas seminales de los hombres, a las mordidas groseras, a lo aldabazos al corazón, los arietazos contra la integridad humana, humana y femenina…, la destrucción sistemática de un alma en pos de la encarnación del solaz primario del sexo. 
         Lo macabro no puede bien radicar en el tradicional acento de lo repulsivo, o al menos no en esta pintura, a veces lo macabro convive con nosotros en una simbiosis pura, en un escenario innegable de la sociedad, habita en nuestros cuerpos, pervive en nuestra hipocresía y en el falso rechazo por las cosas “deleznables” del mundo, que por alguna razón inexplicable siguen lastrando la “sublime alma humana”.
          Podría aventurarme, como mujer, como intelectual y como madre de una familia moderna, a asumir —y quizá a defender— alguna postura sobre el ejercicio de la prostitución a sabiendas de que algunos —mayormente hombres— la asumen como una válvula escapatoria y de nivelación entre los claroscuros de la existencia, la pugna entre la vida y la muerte; pues no todo en el sexo es apelación reproductiva, sino una proyección anímica. No estoy tan segura de ello, pero tampoco me enfada demasiado la idea.
          La corteza terrestre ha hervido de diversas religiones, sistemas de producción, ideales políticos, filosofías, e interminables idioteces, pero el empuje es el mismo, el amor brutal que impele nuestros motorcillos nos mueve en direcciones azarosas por los pasajes raros de este mundo. En busca del amor no carnificado, incuantificable, quedamos atrapados en la carne misma de nuestros sexos, en el reino estulto de la prostitución. La fe se prostituye, se prostituye el ideal más caro, se prostituye el tesoro de los bajeles, las posiciones sociales, las obras de arte, los adeptos influyentes, los censores políticos…, incluso se podría decir que es prostituto el mismo amor que defendemos.
          El ósculo granate, refrescado por el rocío noctívago, retoña en la calavera como una flor de desierto, solitaria, débil e insolente como el testimonio cruel de la tentación inmortal que pesa sobre el cráneo de la humanidad , la pintura que socorre el énfasis colorado sobre esos labios de muerta, quizá, bien pudieran representar la sofisticación, el recurso mítico que disfraza de amor a la más básica pulsión sexual, férrea e irremisible perfidia.
          El tenue vestido que arropa esos huesos consumidos por verdín vetusto y reverendo, se despeja, va y viene, como un cielo encapotado que se deshace suavemente de sus nubes impelidas muy lejos por el viento, sugerente, deja ver el cuerpo armado de esqueleto, de esqueleto de mujer que es escalera más bien, un breve trampolín para “alcanzar” el cielo, por cortos momentos de mentira, es a más de ser un atavío, un testimonio desgarrado del laconismo humano que evidencia la horrenda desnudez de nuestro género. Estamos desnudos y desprovistos y puestos en el medio de este mortífero mundo, temerosos del amor, indefensos ante el universo, inermes ante el colmillo y la garra de las rudas bestias, decolorados ante el cromatismo de las flores, disminuidos ante la vastedad de un cosmos interminable, y provistos, eso sí, con la crueldad de poseer un cerebro tremebundo, para entender en toda su magnitud nuestra desgracia…
          La pose sensual de armada mujer para amar hasta los huesos y el adminículo de telefonía celular colgando de los dedos cadavéricos, pueden bien representar la llamada lejana que puja, depreca por un poco de calor, de unos labios tibios, de una boca de palabras frías, de unos dedos expertos…, el llamado a sintetizar lo baladí del mundo y desprender de aquello que nos gusta, las cosas valederas pero que aglutinan consigo el dolor eterno de nuestras cabezas, la irresolución rotunda de nuestros irrealizables sueños…
          Se hace una pausa en el trajín del mundo, se le cede terreno a la impotencia, se bebe un par de caricias cual cerveza y la noche a cuestas, como el ropón bizarro e insalvable de aquellas cosas que entre las penumbras arden en luces y colores más brillantes que las que el sol bendice con sus ojos.
          Hemos equivocado la senda. Supongo que es muy tarde para retornar y reparar la digresión, las veredas lejanas en donde se imprimieron las primeras huellas de nuestra rotunda travesía se han borrado ya y ahora no solamente no sabemos a dónde vamos sino que ya ni siquiera atisbamos de dónde provenimos.
          Lo macabro de la chamba, no es que discurre en las noches, ni que su tacto sexual pretenda aliviar nuestras perversiones, sino la pretensión de aliviar con sexo los más hondos dolores.
Raquela D.

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