Música

RoMERO

Pobre Romero. Fue el primero que dobló la esquina cuando los guachos ya nos estaban esperando. ¡Pum, pum! Recibió dos plomazos en plena jeta y cayó como costal de papas, con un agujero en vez de cara. Mira que no estaba feo y lo dejaron como Santo Cristo. Una bala le reventó uno de sus ojitos. Tenía los ojos de gato, verdes y brillantes, y la cara de niño bueno —quién podría adivinar lo cabrón que era, si ni lo parecía—. Pero los plomos lo volvieron un muerto frío y feo tirado en la calle remojándose en su propia sangre. Y ni forma de parar a recogerlo si luego luego se puso buena la balacera. Esos pinches solyos son cada vez más perros. Ya no se agüitan tan fácil.
       Yo también estuve alguna vez en el ejercito, pero entonces eran otros tiempos. Después del Colegio Militar me pasé cinco años torturando escuincles en el Servicio: ponerlos a correr como pendejos al rededor del campo cargando la carabina. Y aquellos desfiles de parada en donde lo más jijo era dejar las botas, los botones y las hebillas brillantes como espejo pa no terminar muriendo de aburrimiento, encuartelado todo el fin de semana. Ni quien pensara entonces en echar tiros y mira ora. Cuando dejé el ejército nunca pensé que un día nos íbamos a agarrar con ellos a tiros.
       Se oye el cercano silbido de una bala y el hombre siente una lluvia de piedrecitas que golpean su espalda y su sombrero.
        ¡Puta, ese cabrón casi me atina!
       Cuando mi compa Benito me invitó a este negocio todo era más facilito. Entregarle la merca a los güeros y untarle la mano a los grandes de’ste lado y en la repartición todos nos llevábamos unos buenos fierros. Nomás uno que otro pasado de lanza, de vez en cuando, amanecía muerto, pero casi todo era bien tranquilo, y ora ya ni se sabe de qué lado van a venir los chingadazos.
        ¿Dónde habrán quedado los demás? En la pinche sorpresa nos desperdigamos todos.
       Romerito cómo te voy a extrañar. Voy a extrañar harto tus desmadres, ¿como la vez que nos tocó encargarnos de aquel manteca? Pinche Romero si te diste gusto madriándolo. Y luego el patrón. Que si era brujo allá en su tierra entre los indios. Que si podía hablar con el demonio. Que si se podía transformar en cualquier cosa que quisiera. Cuando se encabronaba con uno se le quedaba mirando fijo y se sentía clarito como se iba metiendo en ti, a querer o no se le arrugaba a uno el cuero. Aquella vez llegó justo cuando ya todos nos habíamos cansado de golpear al chota sin lograr sacarle nada. No quería cantar el canarito. Y el patrón que se le queda nomás mirando. Aquel pobre empezó a pegar tamaños gritotes sin que nadie lo tocara. ¡Si hasta las heridas dejaron de sangrarle! por Diosito que sí. El patrón no dijo nada, sólo siguió mirándolo hasta que el pobre manteca estiró la pata. Quedó pelando unos ojotes como si hubiera visto al mismísimo demonio.
        Lo que daría yo ahorita por un buen jale y unos tragos de sotol. ¿Dónde estarán los demás compañeros?
        A lo lejos el hombre ve brillar dos destellos pero no oye ningún ruido. Siente un fuerte golpe en el pecho y otro en el hombro que le tumban contra la pared, pero ningún dolor lo perturba. Sólo que no puede levantarse. Por los cristales rotos de la ventana ve el cielo que se ha ido poniendo rojo, como sí la sangre de los muertos ya lo hubiera alcanzado. Allá, a lo lejos, entre las nubes, alcanza a ver el brillo plateado de un avión que pasa. Se está quedando sin aire y jadea con esfuerzo. Sabe que tiene que salir de allí pero no se mueve.
        Las nubes cada vez son más oscuras, la noche avanza y el destello plateado del avión se pierde dentro de la enorme nube incendiada. Al hombre se le van cerrando los ojos mientras que un gran perro negro pasa trotando a su lado.

Berto Naviera