jueves, junio 14, 2012

Música

Por Berto Naviera
Tema musical: "L'Heautontimoroumenos" (1857),
de Charles Baudelaire interpetado por Diamanda Galas.



SUMISIÓN

Saint of de Pit
Diamanda Galas
He puesto la cruz sobre tu tumba, la clavé profundo y la sangre corrió profusamente, como si viniera desde lo profundo de tu pecho, mojando la tierra negra y coloreando las rosas, esas rosas que han bebido la sangre que manaba como si de ella vivieran, como si tan sólo la estuvieran esperando. La torva sonrisa de aquella florista a quien se las he comprado debió de haberme puesto sobre aviso, ella conoce bien la procedencia de sus flores.
          Y es que tu mano ya no es cálida sobre mi piel por las noches, ni tu aliento sabe más a dulce. Me perturbas con tus insinuaciones de amor, de un amor torcido, desviado. ¿En dónde lo aprendiste? ¿Con quién? No tengo la más mínima idea, no puedo saberlo. No llego hasta tu mundo ni hasta tus sueños matutinos; pero ahora tu palidez es alarmante y tu mirada produce calosfríos. Te sigo amando, es sólo que no sé cómo sobreviviste, cómo sigues viva. Aquél día nos perdimos en la fronda y soltaste mi mano. La niebla te devoró. Mis ojos te perdieron. Pensé haberte extraviado para siempre en medio de aquella terrible tormenta. Los violentos relámpagos sólo me enceguecían más, sin dejarme ver apenas nada, ni un camino, ni un sendero. Aún no sé cómo llegué a nuestra casa. Apenas tengo recuerdos que se pierden entre sensaciones de terror y espanto.
          Al otro día te busqué en el bosque acompañado únicamente por nuestro perro. Nadie quiso ir conmigo al monte, nadie tiene el valor de hacerlo. Todos ponen cara de terror y niegan penosamente: —Lo siento—. Algunos hubo que me miraron como si de un loco se tratara y simplemente se dieron la vuelta sin dar respuesta alguna, alejándose rápidamente. Así que fuimos solos: yo y el perro. Temeroso. Asustado de lo que podría encontrar. Pero todo fue en vano, no pude encontrarte.
          Días después, una noche, vinieron por mí. Era una de esas noches sin luna —las noches en el bosque siempre son más profundas, más negras—. Un aldeano te había encontrado devorando las entrañas de su pequeño hijo. Te disparó de frente, justo en el pecho. Y caíste. Sin decir palabra. Sin mostrar miedo ni asombro. Simplemente muerta. El rencor que mostraban los aldeanos me obligó a enterrarte prontamente en el jardín de nuestra casa. No quise llevarte al Campo Santo por temor a que se desquitaran con tu cuerpo. No descansas en terreno bendecido, es solamente nuestro florido jardín. Porque tu tumba se llenó de fragantes rosas rojas y hasta el pasto se volvió más verde sobre de ti.
          Así, una noche, llegaste a mí, tímida, sutil y bella; aun más bella que tu belleza que guardaba en mí recuerdo. Pero tu amor había cambiado. Tus deseos ahora son diferentes y no he querido complacerte. No soy aún tu compañía. Tengo miedo, un miedo que no se decir de dónde me viene. Quizá. Sí, quizá sea de tu —ahora—, grandiosa belleza.
          Pero los rumores en la aldea son cada vez más estridentes: las muertes se han extendido en toda la comarca —siempre niños— y, aunque nadie ha venido a buscarme, siento sus inquirentes miradas cuando voltean al verme pasar. Soy sospechoso. Me creen cómplice. Creo dudas.
          El pastor de la aldea ha venido a visitarme al medio día, sudoroso, acalorado: asegura que hay algo de diabólico en mi hermoso jardín, el mismo en donde estás enterrada, pero, simplemente, no hay huellas de nada, sólo tu última morada: un túmulo de tierra negra, verde de pasto y coloreada de rosas rojas. No encontramos señal alguna de tus correrías y yo no me atrevo a comentarle mis noches, simplemente no puedo. Pero tus manos ya no son tibias sobre mi piel y tu aliento ya no es cálido. Te sigo amando pero te tengo miedo. Y tú lo sabes, lo has ido entendiendo despacito, y me miras y sonríes y me atemorizas.
          Hoy, a medio día, con el sol esplendente, he clavado la cruz en tu tumba y he visto sangrar la tierra y colorearse las rosas. Ahora, sentado en la sala de nuestra casa, solitario, veo ocultarse el sol bajo el horizonte detrás del bosque. La noche se ha vuelto rápidamente oscura. Oigo unos pasos en la escalinata y la agitación de nuestro perro es evidente. Presiento tu mano en la puerta. Tengo miedo, pero estoy dispuesto.

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