Por Claudio
Phoenicóperus.
Tierra Baldía
Pintor: Sergio Garval.
Óleo sobre lienzo
229.87 cm X 184.785 cm
Pintor: Sergio Garval.
Óleo sobre lienzo
229.87 cm X 184.785 cm
Tierra Baldía
Antes teníamos pies, porque
andábamos, los usábamos para remontar las más tremebundas e insospechadas
distancias, ahora ya son baladís, ahora solo basta montarse sobre un motor
carburado y cabalgar sobre él, aplicando las maniobras necesarias según la
dirección que quiera tomar nuestro deseo… y aquellos páramos más distantes se
allanan con las fuerzas de las turbinas de un avión. Podemos llegar a donde
sea, a Etiopía, a Jaipur, a Málaga, a Ontario, a Osaka o a la Luna. Pero aún
conservamos nuestros pies, porque en algún punto de la “sofisticación” humana
adquirimos la maldita pero muy mona costumbre de usar calzado.
Ahora nuestros
zapatos agreden la anatomía de nuestros pies, limitan nuestra capacidad de movimiento,
torturan nuestras falanges otrora prensiles, constriñen la libertad bípeda de
nuestras extremidades superfluas en aras de la “belleza”, nuestros zapatos ahora
se ufanan con sus flemáticos tacones de altitudes bravuconas, cuasi
rascacielos, se embotan en suelas de la madera más dura, en las pieles de
charol brillantísimas y presumidas, en el cuero vacuno más caro y preciosista…
y olvidaron ya… que los zapatos… los primeros… simplemente se usaron para
caminar.
Y así es el
mundo ajado bajo la mano caprichosa de los hombres, y de las mujeres claro
está… El mundo se ve inmerso en esa humanidad que contradice su más pura y legítima
existencia… todo a los ojos de los antojadizos humanos debe ser más fácil, más
rápido, más comestible, más confortable, más cálido, más ergonómico, más
antropomórfico, más bello, más seguro, más doméstico, más azul, más potable y
más musical.
Este antropocentrismo
nuestro lo ha amaestrado todo, le ha puesto nombre y yugo hasta a la más
indómita centella cenital, ha reclamado para sí todos los parajes de la luna, todos
los aparejos de los bosques, los lechos inhóspitos del mar, ha asumido como
alimento suyo, todos los frutos de la tierra, incluso los que aún no se sabe si
fructificaran. Ha creído dominar las fuerzas meteóricas del planeta, ha
supuesto que ha subyugado las potencias furiosas de las bestias, que los
animales, las plantas, los gérmenes, las rocas y las mariposas le habrán de rendir
perenne pleitesía pues se siente coronado por un halo engañoso de inteligencia
y divinidad banal.
La tierra
quedó baldía, el suelo es tan tosco que las larvas repudian pulular sobre él,
una campiña de automóviles exánimes hierven en herrumbre y en verdín, ni un
solo olmo se atreve a erguirse y rasguñar el panorama también yermo por el que
se asoma el horizonte, el campo infinito destella metalizado de toldos de
colores, espejos retrovisores, capós y cajuelas y unos cuantos homínidos
trepadores que saltan como chapulines entre los techos de los coches. El agua
está poluta de óleos y de esquirlas metálicas, es astringente y ya no es
bebestible, su piel es un Midas de la muerte, a cuanto toca mata; el cielo está
bruno de carbonitas y piras disipadas que deambulan volátiles como luciérnagas protervas
y plúmbeos quirópteros rozándole a uno los cabellos y la frente.
La delirio de
la sofisticación nos ha aprehendido, todo es tan sofisticado que ya nada sirve
para lo que originalmente fue creado, el oxígeno ya no se respira, el sol ya no
calienta, el cielo ya no fulgura, el auto ya no se agita, el corazón ya no
trepida, la vida ya no se cabalga, y el planeta es un parqueadero masivo y no
hay un solo espacio, una sola carretera por la que se pueda escapar… conducir
sin toparse de frente, o por los costados o por la trasera con la carrocería
adusta e inmóvil de otro auto estacionado. Y el afán del hombre solo se dedica
a dos cosas: Sobreproducción y sobredosis.
Algunos
miramos el cielo esperando que todo acabe y entonces pasan lustros, décadas, y siglos
y todo permanece inalterable, sempiterno… nada acaba. Y como jugarreta
diabólica los niños siguen naciendo, crecen entre los parajes embotados de
autos y basura, debajo de una nata insalubre de vapores mefíticos, nadando
entre las aguas deletéreas, guareciéndose de los escasos episodios en que el
sol aparece como un símbolo esotérico; comiendo basura crecen, respirando veneno
se robustecen, son nuestros hijos pero ya no se nos parecen… informes,
terribles, y mostrencos pueblan esta tierra de sofisticación y belleza
amanerada… a veces no nos reconocen, a veces quieren devorarnos y algunas veces
nos miran, con sus trescientos ojos colorados, agradecidos por esta tierra que
les heredamos… sin sospechar si quiera como era el mundo del que les despojamos.
Tierra Baldía es un óleo sobre tela
pintado por Sergio Garval, dicha pintura pertenece a la colección llamada Exquisitos Pepenadores, compuesta por
una serie de pinturas que se caracterizan por la presencia de figuras humanas,
la mayoría de ellas desnudas o en paños menores o andrajos, ocupando el primer
plano de paisajes desolados, grises y hoscos; las composiciones tienen un dejo paródico
y absurdo de la sociedad, que nos presentan con sordidez lo superfluo de la
sofisticación humana tal como nos los describe Guillermo Sepúlveda:
En Tierra
Baldía (The Waste Land), […] nos describen, […] la crisis que va fracturando a
la modernidad durante el siglo xx hasta alcanzar la tierra baldía de la
modernidad, en la obra de Garval, con su belleza cruel, nos remitimos a este
territorio seco, árido y resquebrajado, poblado de fracturas fantasmales, de
desgaste y herrumbre, que espera ser rescatado y transformado, después del
derroche, la inmensidad de lo superfluo, y del vacío causado por el consumismo.[i]
En esta
composición pictórica de trazos gruesos e impetuosos advertimos convivir a
siete figuras femeninas instaladas de pie sobre los toldos de un mar de
automotores, cada una de ellas adopta una pose distinta, tres de ellas están
completamente desnudas y las cuatro restantes portan vestimentas andrajosas o
jirones de tela. Se antoja que la intención del autor de colocar en el cuadro a
siete figuras representativas de lo femenino, implica de algún modo la alusión
a la fecundidad, a la morbidez del cuerpo humano restringido a sus funciones
fisiológicas más fundamentales; pero del mismo modo, al símbolo femenino que
aglutina la belleza sublimada de la sofisticación, el aterimiento divino dentro
de lo humano, lo superfluo y lo elemental.
El contraste
se arrecia cuando contraponemos a las siete mujeres en sus precarias o
inexistentes ropas con el elaborado paisaje interminable de vehículos que yace
a los pies de ellas, éste representa la intransigencia del consumismo, el
efecto absurdo del entorno humano productivista y enajenador, el vehículo
automotriz con sus sofisticadas e ingeniosas virtudes se vuelve totalmente
inútil al confrontarlo con la esencia humana más pura, el vehículo no
corresponde al humano más que en el puro sentido del utilitarismo, de que la
humanidad dota al auto de un toque existencia sólo a partir del empleo del
mismo como una herramienta útil para algo, fuera de su contexto (el transporte),
el auto se vuelve una burla contra la humanidad misma pues resulta satirizante
y jocoso que el hombre implemente todo tipo de artilugios para facilitarse la
vida, sin embargo, la utilidad de todas y cada una de las herramientas humanas
obedece a una circunstancia en específico y queda inutilizada cuando la empresa
mono tarea para la que fue diseñada fue completada.
En esa
inutilidad de los objetos, también yace la inutilidad temeraria de la intrascendencia
humana, la incapacidad del hombre para desbordarse de sus fronteras continentes
y dejar una huella pura que atestigüe su existencia, la travesura ahora es
jugada por el raciocinio, ese talento tan particular del ser humano que se
traiciona al atemorizarse por existir tan potente, tan imaginativo, tan colosal
y sentirse vulnerable, baladí, superfluo al no poder remontar los términos de
la muerte.
Los colores de
la composición son parduzcos, se percibe suciedad en las carrocerías,
demasiadas sombras conviviendo bajo una luz estólida, infecunda, depresiva; la
indigencia se nota por otra parte en las carnes y ropajes de las mujeres, en
sus cabellos revueltos, en sus rostros mugrosos y en sus gestos disímbolos. El
cuadro es desalmado, hermosamente mórbido, quejumbroso, insondable y emético.
Es una desfachatada y virtuosa denuncia de nuestro ego, y que decir de la
colección completa y del estilo pictográfico de Garval que discurre por paisajes
con rasgos apocalípticos, sobrecogedores pero deleitosos.
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