jueves, enero 24, 2013

Pintura


Por Claudio Phoenicóperus
Estigma
Pintora: Victoria Parada
Acuarela sobre papel, 71 x 57 cm.

Estigma

Mi tía Jovita me llevó hace unos días a comer, por mi cumpleaños, a un restaurante muy elegante y caro del centro de la capital. Me puse mi vestido el más bonito y elegante que tenía, uno azul con unas florecillas diminutas en color lila, me puse las zapatillas que sólo saco para Navidad y me amarre con cuidado el cabello con un listón azul que alguna vez fuera de un vestido de mamá. Me veía muy bonita, o eso me pareció cuando me miré al espejo; no entiendo por qué al resto del mundo no le parecí bonita también.
Mi tía también lucía muy guapa y se puso sus aretes de mariposas que sólo le vi usar el día de la graduación de mi tío Chemo y en la boda de Sandra.
Mi tía tomó mi manecita con su enorme mano de mujer, su piel era muy dura y lisa, me dio un besito cariñoso con sus prominentes y hermosos labios campesinos y con su acento proverbial y provincial me dijo: Te ves chula de preciosa mi muñequita de papel.
Salimos de la casa de tío Job y caminamos hasta la estación del tranvía, a mí me divertía mirar las pantorrillas regordetas y morenas ondear el faldón de manta bordada que llevaba puesto mi tía.
Cuando llegamos a la estación yo me senté en unas butacas a la sombra mientras esperábamos el convoy, me senté muy junto a una señorita muy linda con todos sus cabellos rubios y sus ojos grises, iba vestida con un traje entallado y una cofia gris, la señorita leía con un gesto muy tierno una revista de modas y yo me acerqué más para contemplar su perfil como el de un ángel, ella me miró por sobre la revista y torció el rostro, como de asco, y me dijo: Hazte para allá niña india. En ese momento sentí un dolor punzante en mi muñeca y cuando la miré vi que llevaba una pequeña herida que chorreaba sangre, la extendí hacia donde estaba mi tía parada en el andén esperando el tranvía, con la esperanza de que viera lo que me pasó pero ella estaba absorta e impaciente con la mirada clavada en las lejanas vías. Así que llevé mi muñeca a mi boca y succioné toda la sangre que brotaba, me ardía mucho. No sabía que fue lo que me cortó. La señorita hizo un gesto de repulsión más severo y rápidamente recogió sus maletines como si yo hubiera intentado robarlos y se fue apresuradamente al otro extremo del andén mirándome con desdén.
Fue entonces cuando sentí un rasguño más grave, me alcé la falda un poquito encima de la rodilla y miré un rasguño más profundo y que sangraba con más soltura. Me espanté mucho y corrí a las faldas de mi tía, la abracé muy fuerte y lloré, mi tía bondadosamente me examinó y se dio cuenta de una manchita diminuta de sangre que empapaba mi falda a la altura de mi rodilla izquierda y dijo con su voz hombruna y sedante: Ay mi ángel. ¿Te caíste mi amor?
Con todo el dolor que me causaba mi herida no me di ni cuenta de cuando el convoy llegó a la estación, yo lloraba sin consuelo, pues, me dolía mucho, un señor se acercó a la orilla del andén para abordar la cabina y me miró con mucho odio, y dijo entre los dientes con mucha severidad: pinche mugrosita escandalosa, ya deja de berrear. Mi tía le lanzó una mirada de pura lumbre pero ahora lo que me dolía era mi tobillo; una nueva herida más profunda y más sangrante se me había hecho, quien sabe cómo, en esa región.
Abordamos el tranvía y mientras mi tía con su pañuelo perfumado y rosa limpiaba y secaba mis heridas, que si bien, eran pequeñas, eran muy dolorosas para una niña como yo. El conductor le gritó con mucho garbo: Sus pasajes. Mi tía sacó de su cartera los dos boletos y se los entregó. El sujeto con una risa que me daba miedo le dijo a mi tía: Las gordas pagan doble. Mi tía se incorporó y discutió con el hombre que insistía que le pagara el dinero correspondiente a un boleto extra. Entre las discusiones y manoteos mi dolor se incrementó, ahora me dolía la cara y cuando me llevé una mano a mi mejilla vi mi manecita manchada de sangre y eso me asustó mucho más.
El espectáculo causaba risa entre los tripulantes, algunos otros sólo miraban al conductor con un gesto muy serio de desaprobación. Por fin el hombre se fastidió y se alejó de ahí sin recibir el pago que exigía.
¿Qué te has hecho mi amor? Me dijo mi tía mientras me limpiaba la carita empapada de las lágrimas y de sangre, luego me abrazó profundamente metiendo mi cabecita entre sus dos enormes y cariñosos pechos. Eso alivió un poco mi dolor.
Llegamos al parque llamado Londres y mi tía para consolar mi pesar me compró una nieve de limón que vendía un hombre muy viejo pero muy amable, su piel era toda llena de arrugas y oscura como la pasa, solo tenía dos dientes y un sombrero de palma lo guarecía del sol abrasador. Me regaló una galleta extra y me dijo con una voz de pergamino que era la princesa maya más hermosa que existía en el planeta y al rededor.
Al decirme aquello, mi primera herida, la de la muñeca, no sólo dejó de doler y sangrar, sino que desapareció.
Por fin llegamos al restaurante Coba, del techo había colgado un gran candelabro de oropel y de cristal que relumbraba como si fuera una cascada de chispas blancas. Los manteles de las mesas eran blanquísimos y las copas muy finas y los cubiertos de plata, según lo dijo mi tía.
Nos sentamos en una mesa cerca del balcón porque esa a mí me gustó. Pero pronto un mesero nos quitó de ahí porque dijo que esa mesa era para comensales distinguidos, yo no entendía lo que quiso decir... ¡Zass! Otra vez dolor; mi tía seleccionó otra mesa, y luego otra y luego otra y a todas decía el mesero que ya estaban reservadas, entonces mi tía preguntó cuál no estaba apartada. El mesero señaló la mesa que estaba oculta tras unos macetones en el más remoto rincón del restaurante.
Al dirigirnos allá las personas del restaurante nos miraban justo con el mismo gesto con que me miró la señorita del andén, yo sólo sentía rasguños por todas partes y costaba caminar mientras mi tía me arrastraba atribulada a la mesa del fondo. El mesero nos pidió que esperáramos, que no nos sentáramos, mi tía trataba de consolarme mientras yo me retorcía escurriendo sangre y dolor. Llegó de vuelta el mesero acompañado por un señor de un traje aún más elegante y nos digo que nos retiráramos, que el restaurante se reservaba el derecho de admisión. Mi tía les dijo: Voy a pagar lo que comamos, tengo suficiente dinero para comer lo que mi sobrina y yo elijamos de su menú, a lo que el señor de traje le dijo con un gesto sonriente y malvado: Su dinero aquí no vale señora, mejor se va o mando traer a los gendarmes.
Parecía que cada palabra del mesero, del hombre de traje, que cada mirada de los comensales me provocaban una nueva herida, mi tía comenzaba a mirarme con horror, mi vestido ya estaba casi todo pardo manchado por la sangre tibia y mis gritos de dolor eran cada vez más desaforados hasta que me desmayé atravesada por el llanto.
Los prejuicios, la discriminación, los estereotipos, el racismo, y la segregación social son un fantasma que es, por no decir imposible, difícil de exorcizar de nuestras mentes, todos en algún punto de nuestras vidas nos hemos ido de boca al anticiparnos a criticar injustamente a nuestros congéneres, con una sencillez inaudita somos capaces de lanzar todo tipo de ofensas insensatas y estúpidas en contra de quienes no consideramos a nuestra altura.
Victoria Parada retrata a la perfección en una sola pieza pictográfica dos entidades contrapuestas, a la víctima y al victimario de la discriminación.
En su acuarela titulada Estigma, la pintora nos muestra una mujer entrada en años, con rasgos no muy distintos a los que probablemente tengan las abuelas de la mayoría de los mexicanos: Una mujer con un semblante sufrido, doloroso, con la mirada gacha y extraviada, se lleva una mano al rostro en actitud de pesar. Sus rasgos muy mestizos retratan la comunión de las dos raíces que constituyen a nuestra raza, la mixtura de dos pueblos unidos a la fuerza a base de fuego y sangre. La mujer depositada en un espacio oscuro brinda una atmósfera de polución e inestabilidad. En su rostro, se predice el llanto, la impotencia, la indignación que están todas juntas a punto de estallar, incontenibles.
El, rostro, el pecho, el cabello, los brazos, las manos están atravesados por palabras a manera de estigmas que rezan: apesta, sucia, piojosa, muerta de hambre, mugrosa, sinvergüenza, floja, etcétera.
Claramente la denuncia de la pintora queda hecha no en contra de la discriminación, sino en contra de cada uno de nosotros que tal vez alguna vez, o muchas veces, hemos adelantado nuestros juicios y hemos lacerado con el injusto filo de nuestras lenguas a quienes tontamente, consideramos peores que nosotros. En un mismo retrato, Victoria Parada tuvo el ingenio de pintar no sólo al apabullado por el lastre prejuicioso de la sociedad, sino que también, a través de palabras, supo hacer un retrato de la discriminación misma como acción. La pintura de Parada incorpora y hace convivir a la causa y al efecto, al emisor y al receptor, a la violencia y a la paz en una misma composición.

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