Por
Claudio Phoenicóperus
Estigma
Pintora: Victoria Parada
Acuarela sobre papel, 71 x 57 cm.
Estigma
Pintora: Victoria Parada
Acuarela sobre papel, 71 x 57 cm.
Estigma
Mi
tía Jovita me llevó hace unos días a comer, por mi cumpleaños, a
un restaurante muy elegante y caro del centro de la capital. Me puse
mi vestido el más bonito y elegante que tenía, uno azul con unas
florecillas diminutas en color lila, me puse las zapatillas que sólo
saco para Navidad y me amarre con cuidado el cabello con un listón
azul que alguna vez fuera de un vestido de mamá. Me veía muy
bonita, o eso me pareció cuando me miré al espejo; no entiendo por
qué al resto del mundo no le parecí bonita también.
Mi tía
también lucía muy guapa y se puso sus aretes de mariposas que sólo
le vi usar el día de la graduación de mi tío Chemo y en la boda de
Sandra.
Mi
tía tomó mi manecita con su enorme mano de mujer, su piel era muy
dura y lisa, me dio un besito cariñoso con sus prominentes y
hermosos labios campesinos y con su acento proverbial y provincial me
dijo: Te ves chula de preciosa mi muñequita de papel.
Salimos
de la casa de tío Job y caminamos hasta la estación del tranvía, a
mí me divertía mirar las pantorrillas regordetas y morenas ondear
el faldón de manta bordada que llevaba puesto mi tía.
Cuando
llegamos a la estación yo me senté en unas butacas a la sombra
mientras esperábamos el convoy, me senté muy junto a una señorita
muy linda con todos sus cabellos rubios y sus ojos grises, iba
vestida con un traje entallado y una cofia gris, la señorita leía
con un gesto muy tierno una revista de modas y yo me acerqué más
para contemplar su perfil como el de un ángel, ella me miró por
sobre la revista y torció el rostro, como de asco, y me dijo: Hazte
para allá niña india. En ese momento sentí un dolor punzante en mi
muñeca y cuando la miré vi que llevaba una pequeña herida que
chorreaba sangre, la extendí hacia donde estaba mi tía parada en el
andén esperando el tranvía, con la esperanza de que viera lo que me
pasó pero ella estaba absorta e impaciente con la mirada clavada en
las lejanas vías. Así que llevé mi muñeca a mi boca y succioné
toda la sangre que brotaba, me ardía mucho. No sabía que fue lo que
me cortó. La señorita hizo un gesto de repulsión más severo y
rápidamente recogió sus maletines como si yo hubiera intentado
robarlos y se fue apresuradamente al otro extremo del andén
mirándome con desdén.
Fue
entonces cuando sentí un rasguño más grave, me alcé la falda un
poquito encima de la rodilla y miré un rasguño más profundo y que
sangraba con más soltura. Me espanté mucho y corrí a las faldas de
mi tía, la abracé muy fuerte y lloré, mi tía bondadosamente me
examinó y se dio cuenta de una manchita diminuta de sangre que
empapaba mi falda a la altura de mi rodilla izquierda y dijo con su
voz hombruna y sedante: Ay mi ángel. ¿Te caíste mi amor?
Con
todo el dolor que me causaba mi herida no me di ni cuenta de cuando
el convoy llegó a la estación, yo lloraba sin consuelo, pues, me
dolía mucho, un señor se acercó a la orilla del andén para
abordar la cabina y me miró con mucho odio, y dijo entre los dientes
con mucha severidad: pinche mugrosita escandalosa, ya deja de
berrear. Mi tía le lanzó una mirada de pura lumbre pero ahora lo
que me dolía era mi tobillo; una nueva herida más profunda y más
sangrante se me había hecho, quien sabe cómo, en esa región.
Abordamos
el tranvía y mientras mi tía con su pañuelo perfumado y rosa
limpiaba y secaba mis heridas, que si bien, eran pequeñas, eran muy
dolorosas para una niña como yo. El conductor le gritó con mucho
garbo: Sus pasajes. Mi tía sacó de su cartera los dos boletos y se
los entregó. El sujeto con una risa que me daba miedo le dijo a mi
tía: Las gordas pagan doble. Mi tía se incorporó y discutió con
el hombre que insistía que le pagara el dinero correspondiente a un
boleto extra. Entre las discusiones y manoteos mi dolor se
incrementó, ahora me dolía la cara y cuando me llevé una mano a mi
mejilla vi mi manecita manchada de sangre y eso me asustó mucho más.
El
espectáculo causaba risa entre los tripulantes, algunos otros sólo
miraban al conductor con un gesto muy serio de desaprobación. Por
fin el hombre se fastidió y se alejó de ahí sin recibir el pago
que exigía.
¿Qué
te has hecho mi amor? Me dijo mi tía mientras me limpiaba la carita
empapada de las lágrimas y de sangre, luego me abrazó profundamente
metiendo mi cabecita entre sus dos enormes y cariñosos pechos. Eso
alivió un poco mi dolor.
Llegamos
al parque llamado Londres y mi tía para consolar mi pesar me compró
una nieve de limón que vendía un hombre muy viejo pero muy amable,
su piel era toda llena de arrugas y oscura como la pasa, solo tenía
dos dientes y un sombrero de palma lo guarecía del sol abrasador. Me
regaló una galleta extra y me dijo con una voz de pergamino que era
la princesa maya más hermosa que existía en el planeta y al
rededor.
Al
decirme aquello, mi primera herida, la de la muñeca, no sólo dejó
de doler y sangrar, sino que desapareció.
Por
fin llegamos al restaurante Coba, del techo había colgado un gran
candelabro de oropel y de cristal que relumbraba como si fuera una
cascada de chispas blancas. Los manteles de las mesas eran
blanquísimos y las copas muy finas y los cubiertos de plata, según
lo dijo mi tía.
Nos
sentamos en una mesa cerca del balcón porque esa a mí me gustó.
Pero pronto un mesero nos quitó de ahí porque dijo que esa mesa era
para comensales distinguidos, yo no entendía lo que quiso decir...
¡Zass! Otra vez dolor; mi tía seleccionó otra mesa, y luego otra y
luego otra y a todas decía el mesero que ya estaban reservadas,
entonces mi tía preguntó cuál no estaba apartada. El mesero señaló
la mesa que estaba oculta tras unos macetones en el más remoto
rincón del restaurante.
Al
dirigirnos allá las personas del restaurante nos miraban justo con
el mismo gesto con que me miró la señorita del andén, yo sólo
sentía rasguños por todas partes y costaba caminar mientras mi tía
me arrastraba atribulada a la mesa del fondo. El mesero nos pidió
que esperáramos, que no nos sentáramos, mi tía trataba de
consolarme mientras yo me retorcía escurriendo sangre y dolor. Llegó
de vuelta el mesero acompañado por un señor de un traje aún más
elegante y nos digo que nos retiráramos, que el restaurante se
reservaba el derecho de admisión. Mi tía les dijo: Voy a pagar lo
que comamos, tengo suficiente dinero para comer lo que mi sobrina y
yo elijamos de su menú, a lo que el señor de traje le dijo con un
gesto sonriente y malvado: Su dinero aquí no vale señora, mejor se
va o mando traer a los gendarmes.
Parecía
que cada palabra del mesero, del hombre de traje, que cada mirada de
los comensales me provocaban una nueva herida, mi tía comenzaba a
mirarme con horror, mi vestido ya estaba casi todo pardo manchado por
la sangre tibia y mis gritos de dolor eran cada vez más desaforados
hasta que me desmayé atravesada por el llanto.
Los
prejuicios, la discriminación, los estereotipos, el racismo, y la
segregación social son un fantasma que es, por no decir imposible,
difícil de exorcizar de nuestras mentes, todos en algún punto de
nuestras vidas nos hemos ido de boca al anticiparnos a criticar
injustamente a nuestros congéneres, con una sencillez inaudita somos
capaces de lanzar todo tipo de ofensas insensatas y estúpidas en
contra de quienes no consideramos a nuestra altura.
Victoria
Parada retrata a la perfección en una sola pieza pictográfica dos
entidades contrapuestas, a la víctima y al victimario de la
discriminación.
En
su acuarela titulada Estigma, la pintora nos muestra una mujer
entrada en años, con rasgos no muy distintos a los que probablemente
tengan las abuelas de la mayoría de los mexicanos: Una mujer con un
semblante sufrido, doloroso, con la mirada gacha y extraviada, se
lleva una mano al rostro en actitud de pesar. Sus rasgos muy mestizos
retratan la comunión de las dos raíces que constituyen a nuestra
raza, la mixtura de dos pueblos unidos a la fuerza a base de fuego y
sangre. La mujer depositada en un espacio oscuro brinda una atmósfera
de polución e inestabilidad. En su rostro, se predice el llanto, la
impotencia, la indignación que están todas juntas a punto de
estallar, incontenibles.
El,
rostro, el pecho, el cabello, los brazos, las manos están
atravesados por palabras a manera de estigmas que rezan: apesta,
sucia, piojosa, muerta de hambre, mugrosa, sinvergüenza, floja,
etcétera.
Claramente
la denuncia de la pintora queda hecha no en contra de la
discriminación, sino en contra de cada uno de nosotros que tal vez
alguna vez, o muchas veces, hemos adelantado nuestros juicios y hemos
lacerado con el injusto filo de nuestras lenguas a quienes
tontamente, consideramos peores que nosotros. En un mismo retrato,
Victoria Parada tuvo el ingenio de pintar no sólo al apabullado por
el lastre prejuicioso de la sociedad, sino que también, a través de
palabras, supo hacer un retrato de la discriminación misma como
acción. La pintura de Parada incorpora y hace convivir a la causa y
al efecto, al emisor y al receptor, a la violencia y a la paz en una
misma composición.
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