Por
Claudio Phoenicóperus
La
Tradición
Pintora:
Jimena Marín de Díaz
Acrílico
sobre tela, 2012
30
x 30 cm
La tradición
Hay de los que se mueren sin darse cuenta,
de los que se mueren por decisión y convicción propia, conozco algunos que se
han muerto por puro tedio, los que se mueren en los accidentes, los que se van
muriendo de a poco a poco y en abonos chiquitos... pero los más... la gran
mayoría de los que conozco se mueren por tradición.
Sí,
señor, por pura tradición, porque secretamente anhelan ser adorados en los
altares, porque se enamoran de esa idea de ser recordados venerablemente,
doloridamente, porque a todos o a casi todos nos embriaga esa idea deleitosa de
ser mitificados, de escuchar tras el silencio de la ofrenda, entre las penumbras
rasguñadas por las veladoras, nuestras historias de vida.
Según Carmelita, mi hija, habla de mi año
tras año, el chiste es que, cada año que me cuenta, a cada año que me describe,
parezco ser distinto a lo que fui, parece que hice cosas que, cada vez me
resultan más extrañas. Pero me gusta escucharlas de sus labios, me pregunto,
cuando noviembre anda cercano, ¿qué cosas se le habrán de ocurrir esta ocasión
a mi Carmelita?
Y reúne a sus pequeños hijos alrededor de
la mesa donde se coloca el altar, y muy cerca de ellos me siento yo también a
escuchar.
Su abuelo Fulgencio —le dice
ella mis nietos— era un hombre
altísimo y muy guapo, con brazos como árboles, así de recios, así de gruesos
—haciendo un gracioso ademán— tenía los
ojos oscuros, grandes y redondos, una voz que te atemorizaba hasta en sus
murmullos más tiernos, se levantaba todas la mañanas a las cinco de la
madrugada, se salía a la pileta y se bañaba en agua casi helada, lo que más
recuerdo de él, es el aroma de su perfume que quedaba flotando en pieza justo
cuando salía de ella después de darme un besito y antes de irse a trabajar.
Tal vez sea porque ya está uno muerto que le da
a uno por recordar distinto las cosas, tal vez sea porque el cerebro de uno se
pudre en un panteón, comido por gusanos que uno le vengan a la mente imágenes
tan horrendas como las que tengo de mi pasado; por eso es que me gusta sentarme
al menos una vez, a salvo entre luces tenues, e imaginar que soy, que fui, algo
muy distinto a lo que yo recuerdo.
Yo me llamaba Fulgencio, creo que aún me llamo
así, no sé si tenga el derecho pero... ¿qué otra cosa puedo ser más que un
nombre adherido a un recuerdo? Según recuerdo era muy cabrón, era yo muy alto y
muy fuerte como un toro, tenía los ojos llenos de un fuego horrible y negro que
encueraba a las chamacas con un solito mirar.
Siempre fui un desmadre hasta que conocí a
Lucía, todo estuvo bien durante un rato, era la chamaca más chula de todo el
pueblo y era mía, pero mis instintos no cesaron, el alcohol me gustaba cada día
más, y no podía dejar de pensar en las chamacas; las chamacas siempre fueron mi
peor vicio ¡Caramba!
Me la vivía de chamaca y chamaca y de botella en
botella, al principio Lucía me reía muy fuerte, me encerraba para que no me
saliera a parrandear, pero yo me saltaba la barda y una vez hasta tumbé las
puertas, no había nada ni nadie que me pudiera parar.
Años después llegó Carmelita, mi niña, y todo
estuvo bien durante un rato, me propuse dejar el chupe y las mujeres y lo hice
durante un tiempo considerable. M'ija creció como la yerba y a cada día se
ponía más chula la muchacha. Ninguna de las mujeres que tuve en mi perra vida
le llegaba al meñique a mi muchacha, y no porque fuera mi hija lo digo señores,
sino porque era la verdad, la purita verdad.
Entonces regresé a los alcoholes, en un loco
afán de ahogar algo muy recio y horrendo que sentía aquí adentro, pero no había
jarra suficientemente grande ni botella suficientemente gorda como para ahogar
mi salvaje deseo de poseerla, no podía evitar pensar en sus bellos ojos negros,
en su piel tan suave y blanca, en su boquita de cereza, en su cuerpo chiquito y
frágil como varita de paja, no podía pensar en ella sin querérmela coger, esa
chamaca, mi chamaca, también tenía que ser mía.
Una noche de los abriles, la noche de su
cumpleaños séptimo, sentía un fuego tan metido que me moría por dentro y no
sabía cómo lo iba a apagar, me fui a embriagar a la cantina, hasta quedarme
perdido, hasta caer de borracho para olvidarme de la Carmelita, pero me
hicieron falta copas, me hizo falta vino para tumbar a Fulgencio Rodríguez,
salí como loco a la calle, a buscar un pleito, a recibir una bala, pero todos
me compadecieron en mi borrachera y en mis labios de briago ninguna afrento
obtuvo respuesta.
Así me volví a la casa y desperté a Lucía y me
la chingué muy recio tratándome de saciar; después traté de dormirme esperando
levantarme ya bien entrada la mañana, pero la idea me paseaba los sesos una y
otra vez y sin final. Me levanté como a las cinco, me salí desnudo a la pileta,
tratando de que el agua fría congelara mis calenturas sucias y horrendas, pero
no lo logré.
Entre a la pieza de Carmelita, la despojé de sus
cobijas, la tomé en mis brazos rodeándola con una brutal fuerza, y allí en
aquél acto abrí las puertas a mi propio infierno eternal.
Después de aquello, me sentía tan sucio, tan
horrendo que me ungí una botella de perfume queriendo tapar el aroma horrible y
delator que despedía mi cuerpo, le besé la frente mientras la arropaba y me
salí enloquecido para irme a trabajar.
Por eso señores uno muere por tradiciones,
porque uno se quiebra y se cansa en esta vida, uno arruina cosas, rompe sueños
propios y ajenos, prostituye historias, rescata villanos, condena inocentes...
y cuando ya todo está muy averiado, cuando ya nada en absoluto se puede ni
arreglar, es entonces que uno se muere, y por tradición cuando se está muerto
uno se vuelve bueno, cuasi-santo, entrañable, un héroe que se adora en un
triste altar.
En realidad, ya no sé quién fui yo en la
realidad.
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