domingo, septiembre 04, 2011

Cartas a Gregorio (Parte 2 de 6)

¿Sabes? Quiero contarte algo sumamente extraño que me sucedió hace dos noches, como tú ya sabes, el insomnio en mí es una irrenunciable constante, los ojos parecen aferrarse a no cerrarse mientras la noche arroje su crespón oscuro y perfumado y por el contrario, mis párpados parecen trocar en plomo, cuando los primeros espectros del sol matutino empiezan a acuchillar con su luz los tejidos oscuros y estrellados del oriente. En fin, verás, aquella noche, fue simplemente espectacular y escalofriante, aún abomino ese recuerdo porque me aterra de modo abrumador, pero quiero contártelo amor mío, porque las cosas que te cuento se enfilan en ventura tan pronto lo hago, curiosamente el sueño me bendijo desde temprano aquella noche y me visitó con premura, el día fue ajetreado, estaba hecho polvo, y me recosté muy temprano, a eso de las diez, caí en cuenta de que dormí plácida y pacíficamente un buen rato, cuando me desperté a eso de las tres de la mañana, los ladridos de la funka –quien también te echa en falta- me sustrajeron inclementemente de mi tan anhelado y merecido sueño, me calcé las lindísimas pantuflas que me regalaste hace dos navidades, las mismas que me rehúso a botar a la basura por viejas o por sucias, me levante casi hipnotizado, indudablemente había mucho de mí en el paraje de los sueños que no pude sustraer con facilidad hasta después de un rato, los ladridos de la perra eran terroríficos, cuando me acerqué a buhardilla que da justo a la reja de la calle, noté como el pobre animal, tan inquieto y tan enfurecido se retorcía y convulsionaba en reclamos rampantes, en ladridos, airadas mordidas al aire, pareciera como si quisiera salirse por los diminutos orificios de la reja, afuera no existía nada en apariencia que pudiera provocar la ira de la siempre tan retozona funka, la calle vacía, levemente iluminada por la farola naranja, la fachada amaríllenla de la capilla de enfrente no delataba presencia alguna que se izara frente su vetusta fachada, y sin embargo funka, miraba con una insistente inquietud justo al frente de la casa, como si una presencia inexistente, parada ahí justo al medio de la calzada, atormentara la serenidad del pobre cuadrúpedo, mis sentidos se fueron aguzando paulatinamente, lo que me permitió notar el ladrido de más perros, tal vez todos los perros de la cuadra lanzaban agresivos bramidos y se les escuchaba azotarse contra las puertas y zaguanes, y aunque el sonido era evidentemente alarmante, parecía que ningún otro vecino saliera a sus balcones o terrazas para averiguar el atronador escáldalo en que se sumía la cuadra, me mente aterida por el sopor, supuso con dificultad de que se trataba de alguna pandilla de gatos traviesos haciendo de las suyas bajo la ferviente mirada y desaprobación de los perros, sin embargo, no volví de inmediato a la cama, aunque hubiera sido la idea más sensata y también mi deseo, por fuerzas extrañas más allá de mí, quizá por el mismo estado semiconsciente en el que me encontraba, me quedé de pie, inmóvil, casi sonámbulo, mirando sin interés a la calzada, momentos después, algo me sacudió atrozmente, la funka interrumpió su escándalo, y así lo hicieron el resto de los canes, en vez de ello, se sentó sumisa, compungida por algún dolor imperceptible, liberando leves quejidos, como si le doliera una herida o la panza, agacho su mirada dulce, permaneció en esa pose, quietecita breves segundos, sustituyo su cabeza gacha por una plenamente perpendicular al piso, como buscando consuelo en el cenit clarísimo del firmamento nocturno, y ofrendándole su dolor a una luna perfectamente llena, arrojó el aullido más sobrecogedor y terrorífico que jamás hubiera existido, sus congéneres hicieron lo mismo, y llenaron el ambiente de un grito invencible como de una Banshee despiadada y dolorida, mi corazón se encogió cruel en mi pecho, cada folículo piloso de mi piel tan blanca se erizo como saeta, sentía recorrer en mis espaldas un escalofrío como ningún otro, como una danza de alacranes aguijoneándome las cervicales, las dorsales y a la postre las lumbares, como si un desfile marchante de lancetas me clavara en intermitencia patibular en cada segmento de mi piel trémula y helada. Me quedé pétreo, inmóvil, con un estallido en el abdomen, con ganas cabronas de salir de ahí corriendo y meterme al resguardo de mis cobertores y sábanas, mi respiración se encajonaba en mi pecho atemorizada, ni siquiera el CO2 humedecido quería salir a ese ambiente tan perturbador, se asía de mi diafragma con las uñas provocándome una asfixia rubia y un dolor intemporal, el oxigeno suplicaba mi refugio pero mis narinas y mi faringe se comprimieron a modo tal que nada podía salir ni nada podía entrar. Por fin respiré, sin embargo el alivio proporcionado por la restitución del ciclo respiratorio no fue siquiera suficiente para reconfortarme del horror que se agolpaba en mis odios, la antes tan amada funka, se me hacia un envilecido cancerbero, quise arrancarle la vida en ese preciso momento. Para su bien físico y mi bien mental y espiritual, calló en simultánea y abrupta pausa y volvió a adoptar un gesto inválido y encogido. Lo que en mis ojos se dibujo instantes después desencajo de mi cerebro todo orden posible dejando en él un reverendo desastre…

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