Por
Claudio Phoenicóperus.
Perra
rabiosa.
Pintor:
Rufino Tamayo.
Óleo
sobre tela, 1943.
81
x 109 cm.
PERRA RABIOSA
No soy de las que les gusta armar demasiado
alboroto por las cosas; a veces las cosas que le pasan a una son culpa de una
misma, y a veces no; en ocasiones, ciertas cosas te suceden así nomás, te
agarran de sorpresa y a veces son bien injustas, pero una no puede quejarse,
son la cruz como dice mi mamá, y la cruz no se abandona, se abraza y se carga
hasta el final, hasta el momento en que te carga la gran y definitiva chingada.
Por eso,
ese día no armé barullo, daba igual. En realidad, la cosa no era tan grave;
además, si yo le decía a mi mamá lo que había hecho la Fita seguro que a las dos
nos iba a ir del nabo. No sé por qué la Fita se ha vuelto tan cabrona, parecía
ser más feliz cuando era callejera: no tenía ni madres, pero siempre andaba
moviendo su rabito y con las orejitas gachas haciéndoles fiestas a todos los
vecinos cada que entraban o salían de la privada.
Solo
cuatro cosas eran suyas: una sed y un hambre tan perras como ella, una guarida
abajo de un nopal gigante y las ubres todas hinchadas porque casi siempre
andaba preñada. Ahora ya tiene casa, vive en mi azotea; debería ser feliz,
pienso yo, aunque la verdad ha de andar medio resentida porque a veces se me
olvida subirle su agua, ya casi no la acaricio y en ocasiones el aire vuela la
lámina que le sirve de casa y por eso todo el santo día de Dios anda con la
lengua hasta las patas, azorrillada por al méndigo sol que pega duro sobre su
piel de perra negra. Yo creo que por esas cosas ha de andar algo enojada.
La verdad,
más que dolerme, me asustó mucho que me mordiera; digo, nunca he sido una mujer
muy macha, pero yo creo que aquello asustaría a cualquiera, hasta a Filomeno se
le hubiera fruncido el cicirisco al ver a la Fita lanzarse toda loca con los
dientes pelones y escurriendo de babas. Yo no quería que la corrieran, así que
no dije nada, me puse pomadita, me vendé el chamorro y ¡listo! ¡Aquí no pasó
nada!
Darle su
comida y agua se fue haciendo bien difícil con el tiempo, en parte por el miedo
que ya le traía y en parte porque cada vez estaba más encabronada. Comía sus
menudencias de pollito con gran prisa, pero el agua ya ni la tocaba, la miraba
con mucha sospecha, como si fuera veneno, y me reclamaba a ladridos cada vez
que rellenaba su bandejita, pues el sol con sus rayos siempre la evaporaba.
Nadie
sabía lo de Fita, yo era sola la encargada, hasta ese día en que se puso a
aullar horrible como si el diablo se le fuera metiendo abajo de su piel. Al día
siguiente la Fita vomitaba sangre, caminaba de un lado a otro por toda la
azotea, como hacen los leones del circo que están encerrados en jaulas. En la
noche se volvió completamente loca y azotaba su cabeza contra las paredes de
las cornisas, llenándolo todo de sangre, hasta que no pudo más, se le salieron
sus sesos y con ellos el chamuco y así quedó tendidita a la mitad de la azotea,
con una carita horrible que de acordarme me hace llorar.
Todos los
días que siguieron yo estuve muy triste, porque en el fondo sabía que su muerte
era mi culpa. Algo habré hecho mal, a lo mejor ni la cuidé como se debía; a lo
mejor, de las veces que no le llevaba su agua, se le olvidó cómo tomarla y para
que servía, y se me habrá muerto de sed. Me sentía muy tonta y Filomeno se dio
cuenta, por eso venía todos los días a que fuéramos al kiosco a comer una nieve
o elotes de San Gregorio, a las peleas de gallos en Tlalmanalco, al baile de
Santiaguito, y hasta vimos una película de Pedro Infante en el cine de Ayotla. Todas
esas cosas me hicieron feliz de vuelta y me sacaron a Fita de la cabeza.
Filomeno
había sido tan bueno conmigo y un día que nos quedamos solitos yo quería
enseñarle lo mucho que lo quiero y pensé que sería bueno darle de besos, pero
con todas las cosas que había hecho por mí apenitas, sentía que era necesario darle
una muestra de más cariño; así que, llena de una felicidad enorme y una
gratitud gigante, comencé a lamerle toda la cara. ―Gracias por la nieve de limón tan rica―, le dije en una lamida. ―Gracias por el paseo a San Pedro, mi vida―, dije con otro lengüetazo. ―Te quiero tanto, Filomeno―, le dije en otros tres en la nariz. Creo
que fui demasiado efusiva porque Filomeno me mandó a la chingada y se largó de
allí.
Cuando
regresé a la casa ya andaba otra vez triste y busqué a mamá Roberta y le conté
con llanto todo lo que me pasó. Sentía un dolor tan penetrante que me senté en
el suelo y comencé a gritar muy fuerte hasta que mis alaridos se tornaron en
aullidos sonoros y limpios que purgaban de pena mi triste corazón. Mamá Roberta
me miraba con un horror de los rancios, me dio miles de cintarazos y me encerró
en la pieza.
Ahí estuve
varios días encerrada. Mamá solo me permitía salir al baño, a hacer mis tres
comidas y a estirar las piernas al jardín de atrás, y cuando eso pasaba me
sentía recontenta que quería darle las gracias a mi mami con un par de lamidas
en la cara, pero siempre que eso pasaba recibía a cambio un puñetazo en la
nariz o una patada en el trasero.
Un día
vino mi mamá a bañarme, yo no quería y se lo dije, se lo dije varias veces,
pero de mi boca solo salían ladridos incomprensibles; traté de articular todas
las palabras que me sabía, pero era lo mismo. Puro ¡guau guau! decía yo, así
que decidí gruñirle, no quería bañarme, no era necesario, me atemorizaba mucho.
Había un miedo de muerte que no sentía desde que tenía que darle de comer a Fita.
Mi mamá no
entendió nada y con ayuda de don Chelo me llevaron a la regadera. Cuando vi
brotar el chorro de agua de aquel grifo solo pensaba en huir de ahí como fuera,
don Chelo me sujetaba muy fuerte y me lo impedía, así que tuve que morderlo en
la cara... Después fue sencillo escaparme y esconderme bajo la cama, tenía la
boca llena de espuma, el corazón de miedo y el cerebro de mil espinitas que me
atormentaban sin parar.
Ahora solo
sé que ya no puedo, no puedo ni pensar. ¿Esta es la cruz? ¿Cómo la cargo? ¡Ah sí!
¿Cómo? ¿Cómo? Duele mi cabeza, no me deja escuchar lo que me digo, tengo tanta
sed pero... no... no el agua, no quiero verla, no quiero imaginarla... mamá ya
no viene a visitarme, te extraño mucho, Filomeno, me entristece pensar en Fita,
me siento acorralada, andar de un lado a otro, he de parecer una leona
enjaulada, tengo tanta sed y tanta hambre, me duele la cabeza, trato de olvidar
que duele y por eso me voy arrancando la ropa con los dientes, ¡ya quedé
desnuda! ¿En qué pienso? Pensar, pensar, pensar en algo y olvidar que me
estalla la cabeza, trato de olvidar que duele y por eso me voy arrancando la piel
a dentelladas, ya quedé desnuda de vuelta... ¿en qué pienso? Pensar, pensar,
pensar en algo y olvidar que me estalla la cabeza, ¿y si me estalla en serio?
Si me estalla por fin lo que me duele adentro ya no dolerá jamás y seré feliz
de nuevo y podré beberme el agua y comerme las croquetas y dejar de ladrar y
pedirle a mi mamita que me desamarre y que me baje de la azotea. Golpea,
golpea, golpea... golpea hasta que ya no duela.
“Perra
rabiosa” en una obra pictórica del pintor mexicano Rufino Tamayo. Hay en las
pinturas de Tamayo una evidente predilección por pintar perros; sin embargo, el
de este cuadro merece atención aparte. Tamayo no solía incorporar en sus
composiciones iconografía simbolista, ni se aficionaba por los grandes temas
humanos como el amor, la injustica, la muerte, la pobreza o la divinidad;
podemos decir que sus tópicos eran menos pretenciosos y menos complejos y
optaba por la vehiculización más inmediata de sentimientos puros como la
tristeza, el miedo, la soledad, el dolor, la alegría, etcétera.
Tamayo, a
diferencia de pintores como Rivera, Orozco y Siqueiros, no utilizaba sus
trabajos como bandera y testimonio de una denuncia social; sin embargo, desde
un punto de vista muy personal, me atrevo a decir que es precisamente la
“simplificación” de los tópicos y de las fórmulas empleadas en su pictografía,
lo que lleva a que muchas de sus obras estén cargadas de una crítica social
bastante astringente e incómoda, tanto o más que las pinturas de sus contemporáneos.
Siqueiros,
por ejemplo, recurría a una tremenda conceptualización y aglutinación de
símbolos que, si bien no son del todo abstractos, obedecen a un sincretismo muy
profundo que enarbola un sinnúmero de discursos artísticos dentro de la obra. En
cambio en las composiciones de Tamayo la denuncia social es tan intensa e ineludible
como la realidad misma debido a que es la realidad, simple y llana, la que está
capturada en muchos de sus cuadros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario