Ilustración
de Tito Varela
con un
texto de Yara de Mort.
Sueño
de silencio
Digamos que estaba dispersa,
buscando las hojas sueltas, los lapsos perdidos en que no supe más de mí y en cambio
me había despertado, tan después, en desconocidas e inmensas regiones. Era de
las que constantemente invocan un dios, de las que buscan el destino promisorio
mirando al horizonte; era de las que sueñan con un príncipe y al mismo tiempo
añoran la revolución. Sintetizaba cada día en pequeños y grandes dolores,
doblegándome ante mí misma y ante las circunstancias terriblemente circulares y
malignas. Con la sensación incorrupta de que ha pasado más tiempo, de que he
estado en más lugares, de que otras vidas viví y, sin embargo, heme aquí
corriendo del silencio.
Comenzaba
la mañana guarecida en mis colchas, circunscrita a las afinaciones técnicas de
todos los días, en la ducha fatua de las promisorias reflexiones; calzando unos
tacones espantosos, muy altos y afilados; con un vestido de elección temporal,
de acuerdo al comercio; con las uñas repintadas y la boca manchada de colores
estrambóticos y sensuales, como ataviada para un carnaval del medievo. Se
ofertaban los coches para ser transportada, los niños para lustrar zapatos, las
flores de los señores con sombrero de palma, el último disco compacto del músico
que venga a la mente, las palmadas en la espalda de casi todos los personajes
del carnaval, incluso la dignidad se ofertaba.
Algunas
veces escuchaba una voz que, muy quedo, apenas soplaba filosofadas a mi oído. Me
sentía envuelta en mi piel, como en una prisión devastadora. Muchas noches pedí
a Venus la señal del camino; estudié ciencias y guerra, filosofía e historia;
estudié corte y confección y un poco de repostería francesa. Nunca tuve nada
qué decir salvo que estoy sola, esperando una misión infinita pero ineludible
que nunca llega del todo. No estoy segura de la posibilidad de vencer al
silencio, en todo caso me gusta vagar, seguir a Venus en su inmensidad,
escuchar las señales que la estrella me susurra muy suave.
De
pronto hallo una puerta por donde asomo el dorso de la mano derecha. Recorro
con los dedos la madera mohosa, humedecida por el rocío del sereno. Ahí me
detengo. ―Si pudiera despertar por fin―, pienso. Pero hace muchos días que
estoy soñando, hundida en la más soporífera niebla, como un pájaro que, en el yerro
y el traspié, buscara extraviado el retorno al grupo. Intento girar la
cerradura pero queda inerte. Intuyo que debo abrirla metiendo la punta de uno
de mis cabellos. El silencio detiene el suave hojerío que trepidaba incesante y
rumoroso. Quedo en pausa un instante. Me arranco un pelo largo y ondulado que
crecía arbóreo cerca de la sien. La hebra se seca al instante, apenas se
desprende la raíz del cuero cabelludo.
―¿Por
qué se secan los vivos?―, pregunto, pero la noche está tan callada que no se
escucha ni el eco de mi pensamiento. Introduzco pausadamente la punta por la hendidura
azarosa que esperaba impasible. El cabello es demasiado delgado para entrar por
ahí. El cabello no se sostiene, es como un hilito de hierba que se hubiera
marchitado al contacto del mundo, en la orfandad de verse lejos de la cabeza.
Estoy impasible y temblorosa; quizá fuera la última oportunidad que tenía para
volver a la vigilia. Hace ya mucho tiempo que estoy dormida; que me invade el
silencio omnipotente; que me desangro casquivana y errática, triste y
subvaluada, sombría y a oscuras, en una oquedad tremebunda y purpúrea.
Mi
destino en adelante es la vagancia, flotar imperceptible hasta el fin del
tiempo, hasta que llegue el dios a prorrumpir sus palabras de consuelo o
escarnio. Ahora no estoy segura de que el dios pueda salvarme. Intento invocar
su santísima presencia, intento sin fruto llamar su atención pero soy francamente
ignorada, desterrada. Una niebla desnuda me sacude y entruja a intervalos
desiguales. ¿Cómo dije que me llamaba? Una chispa me incendia por dentro, desde
el borde de mi primera página hasta el final de la segunda. No recuerdo cómo
dije que me llamaba ni qué me trajo hasta aquí. Esperaba la bonita y sonrosada
luna de después de la aurora habitual, me quedé mucho tiempo meditando mientras
ella se aproximaba redonda y horizontea, entre plateada y rojosangre, entre
frugal y magnánima.
Dije
que soñaba con un príncipe y con la revolución. Soñaba, quiero decir, con un
príncipe revolucionario. Soñaba, enfatizo, con un revolucionario. Soñaba,
decreto, con un revuelo ordinario, con un vuelo, con un cielo, hielo, niebla…
De
pronto la niebla se elevó hasta un nivel inurbano. Me levanté flotando y salí
aterrada por la ventana, desnuda de mí sin los espejos de siempre.
Trastabillando en mi equilibrio, sorteando juicios y lontananzas, fresnos y
jacarandas, humaredas dispersas y aromáticos valles. Quedé sola en el principio
de nada, sin dios y sin príncipe, sin revolución ni horizonte. ¿Cuánto tiempo
más podré soportar en este sueño, mecida por el viento nocturno, embebida en filantropías
impropias?
Dije
que huía del silencio pero no fue cierto, un fuerte y estrepitoso rugido
aplastaba mis entrañas. Era un sonido estridente que me arrastraba por dentro
hasta hacerme correr. ¿Cuánto tiempo más tendré que soportar todo ese ruido? Me
tapaba las orejas con las palmas pero era inútil. Encendía la música a todo
volumen sin efecto alguno. En muchas ocasiones tuve que gritar muy fuerte para
segar las voces tumultuosas, pero las voces persistían. Las voces se apropiaban
de mi voluntad. Las voces me llevaban al borde de la exasperación. Tanta
vigilia retumbaba en mis huesos. Tanta vigilia me azoraba, me ultrajaba, me
penetraba burlona y densa, como un fardo infinito y punzante.
El
dios no estaba más. De pronto hubo calma. Sólo niebla había. Sólo la purpurea
noche. Yo en la purpúrea noche con mis andanzas flotantes y descalzas. Yo con
mi voz pequeñita susurrando enternecida a mi oído. Yo con el mar insalvable del
más absoluto silencio, donde no se oyen los ecos ni las palabas ni los
pensamientos. Soy yo otra vez desbarrancando los años que me han dejado para
mí. Soy yo confinada a mí. Yo desterrada en mí. Me hice a un lado. Comencé a
flotar con todo desparpajo, sellando eternamente mis conductos auditivos. Con
cada pupila perdida cuidadosamente en el vacío, en una aurora imaginaría que no
cede, en un punto inflexible y tranquilizador. Soy yo libre al fin.
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