Por
Yara de Mort.
El
péndulo de Foucault de Umberto Eco
Hasta hace pocos años, la
red de Internet era solo una especie de proyecto cuyo limitado alcance cobijaba
nada más que a unos pocos sectores de la sociedad en el mundo; hoy, en cambio,
es una herramienta tan vasta que se ha vuelto parte de la vida cotidiana del
humano promedio, otorgándole ventajas tan variadas que van desde acceder a una
película hasta convocar un movimiento revolucionario en unos cuantos clics. Los
libros no son la excepción y fue de esta manera, a través de Internet, como
llegué a mi recomendación de este mes: El
péndulo de Foucault del piamontés Umberto Eco.
No
hay duda de que los defensores y amantes del libro impreso sucumbimos cada día
más ante los encantos del libro electrónico; yo, que me he mostrado renuente al
segundo desde su aparición, puedo constatarlo. Hace poco más de un año recibí
un regalo harto desconcertante: una kindle;
esto es, un dispositivo electrónico de almacenamiento y lectura de libros. Este
aparato menos cálido que el libro de papel, mucho menos estético, mucho menos
entrañable, pesa muy poco, es de tamaño pequeño y, sin ofrecer resistencia a ser
portado en una bolsa de mano, puede contener cientos de libros en su memoria.
Piénsese, por ejemplo, en lo atractivo que es cargar con el DRAE a todas partes sin lidiar con su
peso. Uno trae literalmente una biblioteca en la bolsa para usarse en cualquier
momento y la batería no es gran problema porque el gasto de energía es tan
pequeño que esta dura alrededor de un mes.
Por
supuesto que la discusión libro electrónico vs
libro impreso no es muy fructífera, sobre todo porque ambas realidades conviven
hasta ahora sin que nadie haya podido impedirlo. Pienso, en cambio, que hay libros
que se compran en la librería y se leen para no volver a tocarlos nunca y hay
otros que se atesoran en un lugar preferencial del librero y a los que uno
vuelve siempre por muchas razones de consulta o puro gusto. Luego, imagino las
posibilidades ilimitadas que un aparato de lectura de libros ofrece en este
tenor. Cada día hay más y más repositorios electrónicos montados sobre Internet
que ofrecen gratuitamente una gran cantidad de títulos y hay también sitios y artículos
que enlistan y recomiendan estas plataformas, basta para hallarlos con googlear
“descargar libros gratis” o “sitios para descargar libros” para que aparezcan
miles de resultados. Hay también sitios para cambiar el formato de un libro
para hacerlo legible en un dispositivo específico. Luego, un aparato de libros te da la
posibilidad de hojear o leer un libro que posiblemente comprarás después para
tenerlo de consulta en un lugar privilegiado; o bien, de botarlo sin haber gastado un peso si a tu
gusto el título no mereció la pena. Piénsese también en todas las revistas
electrónicas que año con año suben a Internet las universidades y que ahora
pueden leerse en cualquier lugar desde este tipo de dispositivos.
En
fin, antes de que la Internet fuera lo que es ahora, existió una vez una triada
de investigadores, amantes y asiduos de los libros y no por ello peleados con
los avances tecnológicos y las computadoras. Ellos quisieron inventar y
escribir un día la historia de los caballeros del Temple, una orden de
caballería que se volvió, para otros poderosos, incómodamente poderosa y que
debió ser exterminada de forma cruel y ominosa por la Santa Inquisición. Uno a
uno, los templarios fueron pasando a la hoguera como en fila india, como dóciles
corderos en franco matadero. Ellos cuyo entrenamiento y hábitos guerreros y ascéticos habían vencido a los moros en más de una ocasión, ellos que
podían caminar días y días a través de desiertos y nevados con apenas unas
racioncillas de comida y agua, ellos cuyas destrezas les habían valido la
independencia y el poder económicos por
encima no solo de otras órdenes sino de uno que otro rey, ellos se dejaban
matar ahora sin meter las manos… ¿Por qué?
Nuestros
tres investigadores de finales del siglo XX, Diotallevi, Belbo y Casaubon,
libros y computadora en mano, justifican la mansedumbre de los templarios bajo
el enigma todopoderoso de un misterioso secreto. Los guerreros se dejaron matar,
dicen ellos, para proteger un Secreto pero, ¿qué secreto era ese?... Si el
destino de estos sabios hubiera sido menos trágico, seguro hubieran estado
encantados de tener una kindle el día de hoy, una laptop les hubiera facilitado
mucho el trabajo para programar su Abulafia desde cualquier lugar en Francia o
Italia y tal vez Belbo le hubiera podido telefonear a Casaubon desde su teléfono
celular antes de ser secuestrado.
El
péndulo de Foucault es la historia de una historia que devoró a sus
creadores. No había leído de corrido un
libro tan largo desde hace tiempo, pero cada minuto de lectura fue tan emocionante
que pienso volver a hacerlo, no desde la kindle sino desde el papel de una
bonita edición impresa. Umberto Eco tiene entre muchos escritores la cualidad
del desenfado. Sus libros teóricos son tan afables y entretenidos como sus
novelas y dignifica en mucho el trabajo del investigador académico que busca,
selecciona, compara y ordena los datos bajo una nueva propuesta que es su
aportación personal. No vamos a encontrar en este libro las conclusiones a las
que llegó un charlatán con toga de sabio, no nos enteraremos de que el Santo
Grial está escondido en el pináculo de la Torre Latinoamericana, no deduciremos
de la mano de un payaso que la OCDE es en realidad una sociedad secreta hija de
la Rosacruz; por el contrario, en ratos el narrador se burla cínica e intencionadamente
de aquellos charlatanes sacerdotes de la idolatría y la enajenación.
Lo
filosófico no es ajeno al libro como tampoco lo es la mera aventura; es un
libro como para gozar y para pensar, para emocionarse y para desconfiar. El gran
mérito de El péndulo de Foucault es
el razonamiento científico que va más allá de lo literario y la proporción de
la estética que va más allá de lo matemático. Esta novela no pretende ser un
libro serio de ciencias y sociedades ocultas como pretenden serlo muchas
payasadas que se venden hoy como pan caliente, pero tampoco es una historia a
secas, tiene la suerte de haber sido escrito por un erudito, un investigador de
verdad con hábitos y disciplina científicos, y en tanto puede proporcionarle al
lector una gama de razonamientos y marañas para desenmarañar puede también calificar
como una especie de juego mental en el que aprendemos a ser más críticos con la
información, más amantes de la historia y menos reacios a las computadoras.
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