jueves, mayo 30, 2013

Con pincel y tecla

Por Yara de Mort.
Con ilustraciones de Tito Varela.

Discordancias
Eran grandes gotas de un torrente ambiguo y, como si las horas pudieran trocarse elásticas, estaba muy erguida frente a la ventana, denostando las ráfagas de rayos atormentados y eléctricos. ―¿Por qué se desnuda una frente a la ventana en días de lluvia?―, es difícil precisar todo lo que es menester para sentirse mujer después de cierta edad y tras el divorcio. Hay una sensación de sequedad interna, derrotas en batallas inexistentes. Mira una dentro de sí que se le ha ido la vida intentando conquistar una tierra varada en el mar que al fin no tenía más que cardos agazapados.  
Como fuera, ella estaba allí desnuda y provocadora, como una torre de mármol erigida sobre la duela, mirando a través de los vidrios un poco turbios. Él se había quedado inconmovible en el sofá, degustando su puro con lentitud exasperante. Aquél era un cuerpo que ya conocía bastante bien como para no poder resistir la tentación de tomarlo en seguida, era el cuerpo de diez años de caminos paralelos, de yuxtaposiciones propias, de sudores inherentes y mezclados para la posteridad. Era el cuerpo que más le gustaba en el mundo y, precisamente por eso, ahora prefería volver a contemplarlo de lejos y en todo su esplendor.

―¿No te parece que es absurdo todo esto?—le dijo ella a él. El hombre se quedó callado y concentrado en sus exhalaciones olorosas.  Le parecía que lo absurdo era que ella señalase el absurdo. Lo cierto es que también conocía muy bien ese tipo de declaraciones sin sentido, conocía los extraños mecanismos con los que la mujer llamaba hacia sí a los hombres. Sabía que pronto habría de pasar la afectación y que, en unos momentos más, ella se aproximaría al sillón y tomaría lugar muy cerca suyo, con la pierna cruzada y la espalda erecta, con la misma naturalidad que si estuviera vestida.
Ella, en cambio, siguió incólume, postrada como una roca frente a la ventana, sin más indicio de movimiento posible que la respiración discreta y pausada. Había en su mente un dilema matrimonial que surgía de muy profundas regiones, emanado desde el noviazgo largo y pletórico.  Se preguntaba qué sentido había tenido aspirar a la perfección, como mujer, durante tanto tiempo, sin que él lo hubiera apreciado nunca. Ella quería ser la mejor mujer para él, quería regalarse a él de tal suerte que nunca más se sintiese necesitado de nada, pero él estaba siempre callado, urgido de los brazos maternales que no se le extendían nunca, insensible, primero ante el entusiasmo y luego ante las fuerzas minadas de su mujer.
Ahora el dolor se perfilaba nítido en las actitudes zigzagueantes del cuerpo desnudo. Ella sabía lo que el hombre esperaba y en esa tónica perfilaba su venganza. Cada secuencia de segundos, por mínima que fuera, fungía como un río interminable y fluido en el que el alma de su amante de vida se debatía moribunda y desesperada. Las nalgas dibujadas en una silueta confusa comenzaban  a temblar frente a la ventana, iluminadas de vez en cuando por las ráfagas celestes. No es posible pacer delante de la piel temblorosa ajena, la propia piel reacciona en seguida, quiere proveer de calor a la otra dermis.  
―Sucede, mi querida musa, que te tomas la vida con demasiada vehemencia―. Fue él quien se levantó. Puesto el puro en el cenicero,  se aproximaba con calma al cuerpo lozano y tembloroso. Se abrazó a él por detrás en la espera de que la mujer diera la vuelta y lo besara en los labios con toda su calidez maternal, pero el cuerpo se puso rígido. Los ojos de ella estaban humedecidos porque, por dentro, habían recorrido ya todos los años de indiferencia marital, de humillaciones infames y de inseguridad. Ya no era tan bonita como antes, en su cara se perdía el aire infantil que tanto atrajo a los hombres en otros tiempos, los músculos de su vientre se habían puesto flácidos, las primeras canas comenzaban a aparecer. Se sentía ultrajada, sentía que algo le habían robado: la primera juventud, quizá.
La juventud, por lo demás, es un asunto del espíritu. Una se siente más vieja después del divorcio que si no se hubiera casado nunca. Pesan más las primeras arrugas cuando se han hecho en complicidad con otro, de la mano de otro. Se cree en el interior que al entregar la mente y el cuerpo a otro ser, que al entregar el tiempo a otro ser, se ha envejecido en la sucesión de los pequeños actos de cada día. Ha tenido que enfrentar el alma muchas vicisitudes, junto con el alma va cambiando el cuerpo, y se asocia la madurez de una y otro. En esta medida se envejece de dentro hacia afuera, desde las notas primeras dimanadas del cuerpo en el encuentro con otro, hasta las enfermedades compartidas en pareja y las noches en vela ceñidos y aferrados a la piel del amante.
La musa se apartó del hombre con suavidad, no pretendía herir más ni reclamar, se sentía demasiado lesionada como para emprender una nueva batalla. Iba trastabillando por la alfombra rumbo al sillón, deslumbrados los ojos por todo el rato de rayos que la tenía fulminada. Se dejó caer al pie del asiento y, recargada en él, se puso a llorar. El hombre ya no supo qué decirle. Tenía ganas de cargarla en brazos y cobijarla, pero eran demasiadas las peleas que los separaban, eran muchos los insultos y las desaprobaciones, un mar de reclamos inundaba su cabeza. Una parte de su espíritu estaba satisfecho de verla ahora postrada y sin armas.

Al fin se aproximó al sillón, llevó sus manos a la cabeza gacha de ella para consolarla. Sabía por alguna razón que tenía las mismas ganas de llorar de la mujer. En el fondo creía que todo era su culpa. Se quitó la chamarra, colocándola delicadamente sobre los hombros de la ninfa. Se sentó sigiloso a su lado. No era tiempo de hacer el amor sino de quedarse muy quieto a su lado. Estaban separados pero juntos al fin de cuentas, separados pero unidos por diez años de comunión mutua, nadie más adivinaría, nunca más, sus pensamientos como lo hacía ella, nadie más le gustaría tanto como la mujer mullida que yacía muy quieta y llorosa a sus pies. El sonido de los truenos cesaba, en la sala reinaba la oscuridad porque ahora la tormenta no alumbraba el espacio.           

  

No hay comentarios: