Por Yara de Mort.
Inspirado en una pintura de Federico Cantú.
EL
TRIUNFO DE LA MUERTE
Me preguntaba y me pregunto
cuánto tiempo más tardaré en aprender a morir. Cierto que la muerte es
intrínseca al ser vivo, como inherente es también el temor de ella. La muerte
me asecha y me acosa siempre. La traigo en cada bolsillo de mis ropas y en cada
imagen de mi vida. La muerte es mi vida,
es mi tormento y cada una de mis inhalaciones. Yo esperaba que algún día la
cosa parara, que algún día pudiera simplemente vivir sin pensar en el fin, mas
cada noche me asecha la idea de la muerte como la muerte misma. Cada día al
despertar me atormenta ipso facto la certeza de que mi desenlace se halla más
próximo: en tanto más vivo más muero, y en tanto más muero se acrecienta
atrozmente mi delirio.
Ayer
en la noche, con la cabeza puesta ya sobre el tejido de la almohada, pensaba en
todos los muertos sobre los que bebemos y respiramos. Nadie vuelve del oscuro
abismo de parcas salientes. Nadie dice qué es y la única certeza es que está
allí, tan cerca, tan vívido, tan nuestro. Pensaba que tantos muertos debe de
contar la vida de la tierra como su peso mismo, de tal suerte que el aire que
respiramos está formado por sustancias que alguna vez pertenecieron a un vivo,
y lo mismo con el agua, el alimento, la ropa… Vivimos, pues, de nuestros
muertos. Somos ellos reciclados. ¿Cuántos muertos se hallarán ahora mismo
debajo de las plantas de nuestros pies?
Pasé
una noche tormentosa como siempre. Una noche abismada en espera de la muerte,
pensando que quizá vendría una erupción volcánica o un terremoto que acabaría
de pronto conmigo; pensando en si la muerte duele y, de ser así, si duele en el
alma o en el cuerpo. Desde que mi abuela feneció no puedo dejar de imaginar que
su cuerpo se corrompe en su tumba. Me pregunto cuánto quedará de la abuela
gritona que yo conocí y estoy convencida de que mis huesos y el polvo de mis
huesos irán tarde o temprano a parar al mismo destino. ―Abuela―, le digo, ―yo
no sé si todavía estás ahí. No sé si eres la abuela mía o qué fue de ti, pero
te recuerdo, abuela, y me duele no poder verte y oírte como antes―. Todas estas
cosas pienso y me entristece saber que la abuela no resucitará. Si exhumáramos
su tumba, seguramente habría allí algo lejano de ella que sin embargo seguiría
siendo ella.
La
noche fue de perra muerte y desperté como una resucitada. Tengo una pesadumbre
en la cabeza y las cervicales que no me deja del todo levantarme de la cama.
Estoy muy quieta, bocarriba, pensando que no se puede vivir temiendo siempre.
Dicen que si te pica una abeja en la boca o cerca de la garganta, morirás
asfixiado. Yo he desarrollado una alergia fatal a las ponzoñas. Todas las
picaduras de animal me producen inflamaciones terribles. Un simple mosquito
puede causar grandes estragos. Creo que fue de aquella vez que fui al parque de
La Venta en Villahermosa y me picaron un millón de moscos que no sería raro
pertenecieran a la prehistoria. Ahora, con esa hipersensibilidad, temo por mi
vida todos los veranos, y más si hay hierba.
Definitivamente
mi peor temor es morir de cáncer. Un amigo mío murió de cáncer a los 21. Mi
familia suele ser portadora del cáncer. Mi abuela materna lo tuvo, igual que mi
madre y una hermana suya. El cáncer es en casa casi como el sarampión, tarde o
temprano te dará. Me veo a mí misma recibiendo la noticia del cáncer y siento
que no soy tan fuerte para soportarlo. Me debato en el llanto de solo pensar en
la palabra «cáncer». ¡Qué desesperación! Pienso en las zondas, en el hospital
con olor a desinfectante, en el dolor de la cirugía, en las horribles
quimioterapias, en las uñas negras y la caída estrepitosa del cabello, en el
vómito macilento y el malestar infinito y el sufrimiento infinito y el temor de
la muerte. Hay cánceres que solo se curan con la muerte. Si me da cáncer, este
acabará conmigo desde el primer instante. No toleraría, por otro lado, ver a
mis hermanas sufrir de eso. No sé qué me mata más. No lo soporto.
Todo
el temor de la madrugada vuelve a mí en los primeros instantes de la vigilia.
La conciencia plena no parece disminuir por nada mis terrores. Venzo por fin la
pesantez y la ansiedad primeras y puedo al fin levantarme casi a mediodía. Sé
que no debo contarle a nadie lo que me pasa porque me parece ridículo. Todos
los poetas han hablado de la muerte. Todos los filósofos la han abordado en su
pensamiento. Un ejército de sociólogos, médicos, biólogos, humanistas,
artistas, etcétera, han pasado horas, meses y años, discurriendo en lo mismo.
Es una jerigonza pensar ahora en lo que ya muchos han pensado. Cada vez que
quiero contarle a alguien me asaltan un montón de dudas en la mente. Hago las
frases en mi cabeza y cada una me parece extremadamente patética. Creo que no
es para tanto. Lo malo es que la angustia sigue, no muere. Muero yo.
No
he dormido en varios días y cada paso me produce un ligero mareo. ¿Cómo voy a
poder vivir con esto? Me da mucho miedo que un día me despierte con la novedad
de que es el último día. Me da miedo pasar el resto de mis días temiendo y
pensando a la muerte. Yo no sé de cierto de dónde surge esta manía. Encuentro
mi pantufla y antes de enfundarla la reviso bien: no vaya a ser que un alacrán
esté albergado allí. La otra pantufla se halla al pie de la puerta. ¿Por qué he dejado una
tan lejos de la otra? Me voy calzando
conforme abro la puerta. Esa alpargata mal puesta me hace trastabillar.
Resbalo y me voy de frente contra la mesa del pasillo. No sospecho en el camino
al suelo que voy a morir. Este es el último día que había temido. No hay dolor. No
hay dolor. Es todo muy simple.
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